Es imposible hacer justicia con letras a todo lo que ha supuesto (y sé que supondrá) vivir Ruta Siete. Es cierto que a nivel temporal está a punto de finalizar, pero no me cabe duda de que todo lo aprendido, vivido, sentido y compartido nos acompañará el resto de la vida. De ahí que la puerta no se cierre, se deje entreabierta para todas las personas que quieran seguir explorando otras “islas” (personales, sociales, profesionales…)
En la Gomera me ha venido a la cabeza más de una vez la siguiente frase “esta experiencia debería ser obligatoria, para que todas las personas la vivan al menos una vez en la vida”. Y sí, pero cuando lo reflexiono un poco me doy cuenta de que no, de que la voluntariedad, iniciativa y predisposición de la gente que decide “complicarse” su verano es un ingrediente fundamental que aporta un sabor especial a Ruta Siete. Y por ello me siento orgullosa y agradecida. Orgullosa por haber querido formar parte de esta especial familia y poner en pausa durante 35 días todo lo que tenía en la península. Agradecida de que hayan apostado por mí y me vieran potencial para ser una de las piezas del puzzle (que no perfecto pero sí completo) que es Ruta Siete. Afortunada del regalo que me han hecho en forma de aprendizaje y reflexión es un escenario difícilmente mejorable (con paisajes que han aportado nuevos tonos de azules, verdes y marrones a mi paleta de colores vital).
Miro a mi alrededor y veo a gente dibujando, reflexionando, cantando o buscando la manera de expresarse. Y sí, es necesario pararse y mirar adentro para encontrar la forma de asimilar lo que una experiencia así supone. Si estás viva, Ruta Siete no te deja indiferente. Para exprimir Ruta Siete no puedes ir con inercia, debes esforzarte por tomar conciencia y reflexionar a diario (benditos “deberes”).
Qué bonita es esta marea y qué suerte ser una de las gotas que pueden manchar de azul a su entorno.
Qué feliz me hace ver esto como un nuevo comienzo y no como un final…